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FRANCISCO LÓPEZ VILLAREJO es Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Sevilla, exprofesor de la UNED y, en la actualidad, profesor de Secundaria en Huelva. Crítico de cine y autor de varios libros sobre Crítica y Teoría Cinematográfica y Cine Español, Historia Contemporánea de Andalucía y otros trabajos sobre Historia y Cultura. Colaborador habitual de diversos diarios y revistas. Director del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva en 1.994, 1999, 2000 y 2001, ha desempeñado varios cargos relacionados con la actividad cultural. Es miembro asociado de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, así como de otros Foros y Asociaciones de investigación e Historia. En la actualidad es crítico cinematográfico del diario El Mundo en su edición de Huelva.



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Pánico
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HACÍA ya dos años que había tenido lugar la GES (Gran Explosión Silenciosa). El dinero no significaba nada, ni siquiera poder, y la gente dejó de ir al trabajo: ¿para qué? En la calle, aunque todo parecía igual, todo era distinto: Además de la parálisis general y de una especie de tristeza intangible que lo invadía todo, siempre había un ligero tono anaranjado en el ambiente y, así fuera de día o de noche, el cielo se había convertido en una especie de tapa lechosa que amenazaba con desplomarse.
Triana, que siempre había sido friolera, pululaba por su propia casa –en realidad, la de sus padres desaparecidos- a una temperatura que no bajaba de los treinta grados centígrados. Y aunque no sabía nada de nadie desde hacía mucho tiempo, se sentía feliz. Todo el día recorría la casa desnuda y -se había dicho a sí misma-, si alguien llamara a su puerta, desnuda también iría a abrirla. Aunque esa era una posibilidad entre un millón: De hecho, no tenía noticias ni de sus padres ni de su último novio ni de su perro de aguas, tan cariñoso y mimado. Pero había algo de lo que no se sentía especialmente satisfecha y era de cierta escamosidad que había empezado a desarrollar desde hacía unos días y que manchaba de una tenue pringue verdosa las sábanas y los sillones, especialmente el grande, tapizado de suave piel blanca, que había frente al televisor en donde ella pasaba muchas horas. Quizás porque desde que tuvo lugar la GES, la pantalla permanecía tan solo con unas rayas blancas y negras horizontales que, frente a las verticales de antaño, que la sacaban de quicio, le infundían una tranquilidad opiácea.
Una mañana, tras librarse de sus detritus, la tediosa e inevitable diarrea que la mantenía en estado de descomposición permanente, al observarse meticulosamente ante el espejo como siempre hacía, vio que en la ceja izquierda, al lado del ojo, tenía como una especie de grieta cuadrada y geométricamente perfecta. Se inclinó y tocó el lugar. Cual no sería su sorpresa cuando se encontró entre los dedos con un pequeño cubo de carne, como de unos cinco milímetros de lado. Comprobó que, al desprenderse, había dejado un hueco en su cara de las mismas medidas. Tomó la pequeña pieza carnal y se la encajó cuidadosamente. Pareció quedar bien, así que no le dio más importancia.
Aquel día se preparó en el microondas un conejo de la forma en que lo hacía Dimas, el cocinero jefe de su casa cuando todo era normal: tras trincharlo y partirlo exactamente en trece trozos (las dos manos, los dos muslos, los contramuslos, la cabeza con su cuello más el tronco, dividido exactamente en seis partes -las más sabrosas-), los puso con manteca (tenía todavía casi treinta kilos), sal (ya escaseaba, tendría que pensar como conseguir más) y un bote de patatitas francesas precocidas (no había miedo de que se acabaran las putas patatas: tenía una partida completa, casi tres mil botes que no habían podido ser distribuidos a causa de la jodida GES) y las metió en el horno a doscientos sesenta grados exactamente. Tras treinta y cinco minutos (la pieza pesaría unos dos kilos) estaría lista para comer. Tiempo suficiente para preparar una rica ensalada de frutas y verduras y aliñarla con su mezcla preferida: cinco partes de zumo de naranja, tres de limón, cuatro de aceite, un golpe de sal, otro de jarabe de soja, uno de tabasco y algunas gotas de angostura.
Fue precisamente al incorporarse tras cerrar la tapa y poner tiempo y temperatura, cuando se disponía a coger las frutas de la nevera, que se dio cuenta de que tres o cuatro cubitos de carne se habían caído al suelo y otros dos estaban en el recipiente del conejo, dentro del horno. Con la mano en la sien izquierda para cortar el derrumbe, extrajo rápidamente los de la bandeja y recogió los otros. Frente al espejo del baño comprobó que, en efecto, eran suyos. En la misma zona se estaban abriendo varios espacios, tras la expulsión de esos cubitos. Era como si algún tipo de pegamento estuviera fallando y la estructura de su frente, bueno de la parte izquierda de su frente, se derrumbara poco a poco. Con sumo cuidado recompuso los que estaban a punto de caerse y metió los que había recogido del suelo y del horno, tras limpiarlos lo mejor posible. Todo pareció quedar bien, salvo quizás alguno de los del horno que se habían encogido ligeramente y que no presentaban la misma elasticidad: debió afectarlos el calor, aunque lo recibieron por poco tiempo. No obstante, y a la vista de ese extraño proceso, decidió liarse una corbata de su padre en la cabeza cuidando de que esa zona quedara especialmente protegida. Espero, se dijo, que así dejen de seguir cayéndose trozos de mi cara.
No hubo más novedades ese día. Tras comer tan rico como se había propuesto -la ensalada estaba magnífica-, acompañándose de un Arzuaga de 1994 que, contra todo pronóstico se había conservado maravillosamente en el almacén, a pesar de tener sus años, miró un rato las líneas del televisor y, casi durmiendo, se fue a la cama.
Se despertó con la extraña sensación de que estaba incompleta. Cuando se tocó la cara, observó que tenia un gran espacio vacío. De hecho no logró tocarse el ojo izquierdo y sí una especie de organizada deconstrución que casi la invadía. Como vio que, al moverse bruscamente, se le desprendían más cubitos, se desplazó con sumo cuidado y logró recoger de la cama los que había. El ojo estaba solitario bajo la almohada, casi al borde y a punto de caerse. Caminó hacia el cuarto de baño y puso sobre una bandeja todo el material. Frente al espejo, comenzó a reconstruirse. Era un trabajo delicado y lento, pero posible. Estuvo encajando pieza a pieza todos los elementos y, por fin, tras más de dos horas de esfuerzo, logró terminar y reconocerse. Aunque algo desencajado, hasta el ojo había logrado encontrar su sitio.
Buscó un viejo pasamontañas y se lo puso con cuidado. Sobre él se encasquetó un sombrero de panamá de su madre, al que había añadido unas cintas que ató bajo su barbilla. Todo parecía bien sujeto, pero procuraría moverse lo menos posible. Casi no comió y tan sólo tomó dos o tres copas de vino, sin fijarse siquiera en qué botella abría: había miles en los sótanos. Pasó el día trasteando por todas partes y algo incómoda por el sombrero y el pasamontañas que, además, le daba algo de calor; y cuando la noche comenzó a apagar el fosforescente anaranjado del día y como se sentía bastante angustiada, se metió muy temprano en la cama. Pero solo se quitó el sombrero: En caso de que persistiera la catástrofe, al menos el pasamontañas contendría los trozos, pensó.
Se despertó antes de las seis de la mañana casi ahogada. No podía respirar, pues la boca estaba repleta de cubitos de su propia cara que, sujetos por el pasamontañas, se habían quedando dentro, al no desperdigarse, y se habían ido metiendo por boca y nariz. Tocó y vio que el interior del gorro estaba repleto de trozos móviles, como si hubiera llenado una talega con tocino en juliana. Incorporándose muy despacio, se dobló hacia adelante y con gran lentitud llevó el pasamontañas lleno al cuarto de baño y sacó de boca y nariz los que había. Hoy más del doble que ayer y, por tanto, la tarea que debía emprender cuanto antes era complicada y tenaz. El puzzle había incrementado su dificultad extremadamente: ya tenía sólo medio cráneo y media cara. Por tanto, cientos de cubitos debían ser perfectamente clasificados y colocados en correcto orden, a fin de conseguir una reconstrucción aceptable y completa. Se puso manos a la obra tras ordenar las piezas como teselas de un enrevesado mosaico: aquí las de pómulos y frente, más allá las de los párpados y ojos, en este otro lugar las de los huesos del cráneo y de tejido con pelo, apartadas con mucho cuidado las correspondientes al cerebro...
Terminó tras nueve horas de intensa y paciente labor y, aún así, sobre el lavabo quedaron una docena piezas a las que no había podido encontrar ubicación. Como ya no se fiaba de lo que pudiera suceder, llevaba las manos sujetándose la cabeza y se movía con un cuidado exquisito. Aquella noche no se acostaría.
Pero fue inútil: quedó dormida en el sillón mientras miraba las rayas fijas del televisor. Cuando despertó, su cabeza colgaba a un lado y, al abrir los ojos, vio que en el suelo se había formado un gran montón de trocitos. Había cientos, quizás miles de piezas. La situación no sólo era ya caótica sino dramática. Y lo peor es que casi no veía, pues el ojo derecho se estaba empezando a cuartear y el izquierdo ya estaba fragmentado y perdido entre el resto de estructuras y tejidos. Aun así, se instaló ante el espejo del baño y, tras remediar en seguida el problema de los ojos, procedió a la recolocación de todo el sistema, después de haber clasificado las piezas como el día anterior.
En ello estaba cuando se dio cuenta de que cada vez tenía que hacer mayores esfuerzos para llegar al espejo. Era como si alguien lo estuviera subiendo lentamente. Aupada sobre las puntas de los pies, apenas podía verse. Así iba a ser imposible, se dijo. Iría al espejo del vestidor grande. Pero, al moverse, observó aterrorizada que desde las ingles hacia abajo se estaba produciendo una especie de mitosis al revés y que, fruto de esa cadena de rupturas, desencajes y expulsiones, se había formado un gran montón de cubos, esta vez en pegajoso y amarillento conjunto, que ocupaba el lugar en que antes estaban sus pies y sus piernas. De hecho, el desplazamiento no iba a ser posible pues sus extremidades estaban ya casi derretidas y los pies no existían. Con las manos llenas de cubos de su propia cara, contempló la catástrofe de su cuerpo evanescente. Al menos, que no sea en el cuarto de baño donde termine de fragmentarme, pensó. Y con gran esfuerzo, sin hacer ya caso a los pequeños trozos de cara y cráneo, que iban desparramándose por el pasillo, abandonando los últimos que saltaban de sus caderas con fuerza y un ligero chasquido, consiguió llegar a la cama gracias a su voluntad y a los codos, con los que se arrastró. Se subió, pese a todo, y, mientras tuvo ojos, fue observando con gran interés la transformación que experimentaba, el proceso de su propio derretimiento y fragmentación, ya imparables y simultáneos, mientras un profundo, ciego y arrebatador pánico la invadía.
Mientras, instintivamente, tapaba su peludo sexo con ambas manos, lanzó una última mirada hacia el gran retrato que de sí misma tenía sobre la cómoda del fondo. Era la imagen una mujer hermosa, bellísima y joven: ella. A la vez que una profunda nostalgia, la invadió cierta resignada y absurda alegría. Era el pánico, el estadio superior del miedo, muy por encima del terror incluso. A su lado, muchos de los trocitos de carne desaparecían bajo el descompuesto magma en que se estaba transformando su cuerpo. Otros, como aterrorizados, corrían por la sábana y por el suelo, escarabajitos perfectamente cúbicos y rosados, con vocación de, a pesar de todo, continuar vivos.
Mientras Triana ni gritar podía ya, en el enorme salón, Topor, Jodorowsky y Arrabal, invitados protagonistas de la fiesta que daba el rico anfitrión, terminaban de escribir su manifiesto pánico, a la vez que daban buena cuenta de los mejores vinos y añadas. Corrían los felices sesenta y la GES, que no había tenido lugar todavía, estaba a punto de ser concebida. Triana, tan joven, hermosa y deseable como siempre, alejada por su padre de tan procaces y peligrosos invitados, dormía placidamente en su cama. A la habitación donde estaba casi no llegaban las risas ni las voces. Tampoco la música. Al lado, un perro de aguas dormitaba sobre la alfombra y en el tupido silencio de ese lado de la casa sólo se dejaba oír el murmullo angustiado de la hermosa joven que, sudando, luchaba desesperada contra alguna terrible pesadilla.
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© Francisco López Villarejo

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DOMINGO F. FAÍLDE (Linares, Jaén, 1948). Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Granada y profesor emérito de Literatura, ha publicado como poeta Náufrago de la lluvia (1995), Manual de afligidos (1995), La noche calcinada (1996), Conjunto vacío (1999), Elogio de las tinieblas (1999), El resplandor sombrío (2005), Las sábanas del mar (2005), La sombra del celindo (2006), Región de los hielos perpetuos (2007) y otros libros. Sus escasas incursiones en la narrativa se reducen a varios relatos, recogidos en cuadernos y revistas, y a dos pequeños volúmenes: Flor de Lis (1992), reconocido con el premio Ciudad de Algeciras, y El cubil de Medusa (2004), que obtuvo el Victoria Kent.

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El velador

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DESDE que, a los cuarenta, sus excesos le hubieran conducido a la molicie de la incapacidad, solía levantarse con prontitud, asombrándose él mismo de tan inusitada diligencia, que ni en sus años mozos mantuvo sino a la fuerza y por cortos periodos de tiempo similar disciplina, entonces reputada heroicidad. Al principio, dejaba que el reloj desgranase su cuerda, recreándose en el hilillo final en que el sonido parecía disolverse, tenue y cansino como la alborada, e iba así, poco a poco, desperezándo­se, hasta sacar las piernas de la cama, con el solemne aplomo de quien oficia un rito. Después, sin embargo, tras el paso del tiempo y la presión del hastío, fue omitiendo los gestos iniciales y, sin saber la causa o por ella quizás, aunque desconocida se le antojara, fue madrugando más, perdido el sueño y empujado por una sensación de angustia que le metía en el cuerpo una molesta desazón, un miedo blando y sórdido, como si, en un momento, la suma de los peligros a punto estuviera de materializarse.
Salía cuando la noche, en sus extremos más desapacibles, iba palideciendo hasta encenderse en el horizonte la raya del alba, y el clarecer del sol, aún remoto, le sorprendía en los aledaños del muelle.
Dejaba ir los minutos, sin importarle el tiempo que apremiaba a su alrededor, espoleando el tráfago ciudadano, la carrera desenfrenada de cientos de vehículos, perdiéndose en la colmena del amanecer. Aquellas incursiones matutinas le devolvían el mundo que, un día, se le escapó. A esas horas, el puerto se diría muestrario de un viajante que pretendiera vender el planeta, pues no había luz, color, aroma, lengua, música o circunstancia que no le recordase otros lugares e incluso otras épocas, reproduciendo páginas de la infancia, grabados ancestra­les y, en especial, películas, las rancias películas de aventuras que fueron golosina adolescente y motor de sus sueños más absurdos y lisonjeros.
Así le sorprendía la mañana, deambulando entre la multitud, mientras trataba en vano de regresar un rostro a su memoria, un indicio, un milagro, en aquel hormiguero de cuerpos anónimos, indiferentes bajo la llovizna.
De pronto, percibió que ya era otoño. Fue, tal vez, un perfume, la textura del aire húmedo o uno de esos trallazos de la luz que devuelven jirones de la niñez, pequeños e inquietantes pecios de momentos perdidos sépase en que rincón del recuerdo y que, en una fracción de segundo, se revelan con portentosa intensidad, reclamando su plaza junto al álbum de fotos.
Le había sorprendido el equinoccio, y él ni siquiera recordaba la fecha. Porque, a veces, la aritmética de los sentidos camina por su lado, y los complejos cálculos astronómi­cos por el suyo; éstos, en todo caso, apenas le preocupaban, ajeno tal vivía al calendario, sin otra agenda que su apetito.
La estación sobrevino en un instante. Sorteando corrillos o evitando los charcos que, casi por sorpresa, se fueron formando, giró hacia el sur la vista y admiró el mar violeta bajo un cielo que, gris, se iba degradando en pequeñas gualdrapas, hasta aflorar el verde indefinido que la lluvia encendía. Trató de escudriñar en su memoria, pero no logró ver con nitidez las gastadas imágenes que la edad volvió febles. La vida, pensaba, va borrando sus huellas, mientras prepara el crimen perfecto.
Del archivo de sus neuronas extrajo, sin acaso pretenderlo, una antigua obsesión, una de esas escenas, casi de cine negro, que llegan de improviso y se instalan en el cajón de las pesadillas. Años atrás, muy joven todavía, paseaba sin rumbo por la gran avenida de palmeras que daba acceso al puerto, cuando un par de automóviles, resbalando por la calzada, a punto estuvieron de llevárselo por delante. Pero lo sorprendente sobrevino después: Del primero de los vehículos, empotrado contra un escaparate, descendió un hombrecillo de aspecto indefenso, frente cetrina, cabello gris, rostro enjuto y bañado de sangre, balbuciendo palabras en su idioma extranjero, en tanto del segundo, incrustado en el maletero del anterior, surgieron cuatro tipos impenetrables que, extrayendo un arma de sus gabardinas, comenzaron a disparar sobre el desventurado, hasta dejarlo flotando sobre un océano carmín, sin que nunca llegara a saberse quién era la víctima ni quiénes sus asesinos ni la causa de aquel suceso que nunca nadie se atrevió a mencionar. La mollizna desdibujó, por último, la evidencia que, durante unos días, manchó los adoquines de la calle.
Dominado por el desasosiego y la absurda certeza de que algo irreparable se forjaba a su alrededor, retiró la mirada del horizonte, atraído por la presencia de un barco enorme que atracaba, orgulloso, en el muelle cercano. Siempre le fascinaron aquellas maniobras, el ir y venir de los hombres por las abigarradas cubiertas, en medio del vocerío indescifrable de los contramaestres. Permanecía parado. Esperaba quizá que, por la escala, aflorase a la luz el misterio de aquel trozo de mundo, tal aguardando de ello su salvación, y aderezó los pasos hacia el exterior del recinto, acusando el cansancio y la lluvia.
En trances similares, lo que ocurría a diario en los últimos meses, acudía a los vecinos soportales, sacudiéndose allí los olores del puerto y, sobre todo, el frío, la humedad de la brisa o el agua que empapaba su chaquetón azul. A recaudo del ruido y la inclemencia, buscó su velador. No supo definir las sensaciones que el lugar despertaba en sus fibras sensibles, consciente sin embargo de ser arrebatado hacia otros mundos, espacios vagamente localizables, salvo en el celuloide de rancias películas que nadie veía, tal vez Oriente Próximo, el Egipto de Lawrence de Arabia o cualquier recoveco del Bazar de Istambul. En la misma terraza, hace ahora veinte años, había conocido a la hermosa Olivia. Él era un profesor algo más que maduro, y ella el último buque hacia la primavera.
Recordaba aún la fecha, la mañana preñada de vapor e, idéntica, la lluvia omnipresente. Miró en torno al sentarse. La ciudad, tras de sí, como muerta; solamente la zona portuaria -apagado el trajín de las primeras horas- parecía emerger de la niebla. Recorrió con sus ojos, una a una, las mesas, en las que, soñolientos y mudos, varios grupos de árabes viajaban en el humo de su café con leche, buscando la otra orilla. O la marinería, hombres de edad madura, ropas a medio uso, habitantes malditos de un alba despoblada que olía a tabaco fuerte y sudor.
El lugar, pese las apariencias, no se antojara sórdido. Una atmósfera de complicidad se cernía alrededor, ennobleciéndolo. Nadie, pues, se extrañó, acaso habituados a lo inverosímil, cuando extrajo de su chaleco la vieja Duofold lacada y comenzó a escribir en una libreta algo que se tuviera por testamento, sin reparar en el indolente trasiego de las busconas que hacen la corte por aquellos pagos. Nadie, en efecto, iba a tomarse la molestia de interrumpirlo, y menos todavía las del tercio de daifas, acostumbradas a calcular la bolsa de sus víctimas, no pasándoles desapercibida la nada tentadora austeridad del iluso, más atento a su aburridísimo menester que a los guiños obscenos de las muchachas.
Algo, en fin, barruntó, que acabó preguntándose el motivo de su presencia allí, rodeado de eructos y ron barato, jugando con las palabras y ofreciendo una tregua a la fatiga. Se preguntó si, a veces, nuestra inestable naturaleza no bromea con nosotros, que levantamos templos a la ternura y luego nos dejamos cautivar por la firmeza, el orden, los añejos valores de toda la vida, y maldecimos el sueño de aquella noche de verano a la que, así nos pese, seguiremos llamando juventud.
Y acabó preguntándose qué habrá sido de ella. Sin duda, envejeció. Ya no tendrían sus manos la tersura que tanto le gustaba, y evitó imaginarse su rostro (por respeto, pensó). Le complacía el recuerdo, sin embargo, quizá porque a su lado creyó recuperar los más fuertes estímulos, la inquietud de otro tiempo y, sobre todo, el miedo a fracasar; se sentía inseguro, y encontraba en la angustia un acicate o una provocación, aun cuando, por entonces, un temor lancinante le asaltaba, el súbito descubrimiento de una tristísima realidad: el sexo comenzaba a aburrirle. Los cuerpos son iguales, llegó a pensar, y no hay piel más suave sobre la tierra que la de mi sillón. ¡Dadme un pañuelo rojo para mi lanza...!, exclamó mentalmente. Pero ya había acabado el torneo, y él, tendido en la arena, contemplaba el reguero de sangre que manaba de su costado. Los dioses -anotó en su cuaderno- se alimentan de nuestra ruina.
Mas para fantasías no andaba el siglo. El joven vendedor de periódicos se detuvo a su lado, esgrimiendo su infierno de papel. Con fingida indiferencia, examinó los grandes titulares, la catástrofe cotidiana que ya a nadie asombraba. No debía saber aquel muchacho cuánta sangre y dolor le brindaban sustento, que en su rostro advirtió el estigma de la crueldad. Quiso salir corriendo y calarse el arnés, echarse a los caminos -bien se sabe- a desfacer entuertos, acorrer doncellas, poner luz y concierto en este mundo de imbéciles.
Adquirió un ejemplar. En los últimos años no leía la prensa. El curso de la historia ya no le interesaba. Tuvo su tiempo, él. Su juventud, su vida, truncó por los sagrados ideales que abrazó en la Universidad. Después vinieron ellos, unos cuantos mocitos imberbes que todo se lo encontraron hecho y que se divertían destruyendo los altos principios, las conquistas irrenunciables, los propios fundamentos de la convivencia y el bienestar. No quería enterarse. Él no podía evitarlo, y una furia impotente se le aferraba al cuello, haciéndole enrojecer. Tal vez por ello, el médico le aconsejó otras lecturas, sin duda más amables y asépticas. Qué le importaba el mundo. No tardaría en morir, al fin y al cabo; lo que luego viniese, qué más daba. Aquellos rotativos provincianos, no obstante, suscitaban en él un blando sentimiento de ternura, rayana en la piedad, al ver en sus columnas reflejado el mediocre discurso de su existencia y los tenues destellos con que, a veces, se orna la oscuridad. Artículos, reseñas, comentarios, dejando traslucir las frustra­ciones, la insondable tristeza del autor. También él deseara afrontar las cuestiones capitales, los sublimes conceptos que sustentan la civilización, pero hubo de conformarse con la modesta crónica, divagando sobre sucesos intrascendentes, rencillas locales, cotilleos insulsos, sin exceder las lindes de un lenguaje trivial, revestido -como mucho- con algún arcaísmo para la galería.
Él había asistido a la caída de todos los sueños. La cárcel fuera acaso lo de menos, sino que, derramándose en cada apuesta, terminó por dilapidarse a sí mismo, contemplando con estupor el medro de los traidores, la apoteosis de la ruindad. Ya no entendía a este mundo, y otro tal vez no hubiera, ni falta que le hacía, pues estaba convencido de que tampoco fuese mejor. A Olivia se lo dijo, mientras tomaban el sol en un roquedo próximo: nuestro mundo se hunde, ¿te das cuenta?, y con él nuestra propia generación; todos, sin más, esperan que nos vayamos muriendo, y si tardamos mucho nos matarán.
Torturado por esta certeza, presentida desde hacía tiempo, se aferraba al placer, aun sabiendo que ya no era posible el retroceso. ¿Te das cuenta? ¿No notas, día a día, cómo se escapan las fuerzas de tu ser, cómo se embota la agudeza de tus sentidos, cómo la hermosura se desvanece? Deseaba embriagarse de vino o lujuria, pero la mente sólo le destilaba hielo y esa pálida luz que iluminaba su realidad le iba precipitando, de modo inexora­ble, en el caos.
Pero, aquella mañana, después de su periplo por los muelles, se sentía especialmente fatigado. Intentaba leer, pero, al tercer renglón, su pensamiento huía hacia otra parte y la vista vagaba por los alrededores. Jóvenes marineros, recién desembarcados, exhibían la perfección de sus fábricas, mostrando su vigor con insolencia. El mundo para ellos no era tal vez real, sino una sucesión de posibilidades casi infinita, de modo que bastaba con mirar y elegir, si no fuese difícil la decisión, más allá de los gestos triviales que la propaganda política solía simplificar: introduzca una moneda en la ranura, pulse A si B, B si C, y así sucesivamente, garantizamos la felicidad, el placer, la victoria. Él también tuvo que decidirse, un día, y prefirió quedarse con las vanas promesas de la vida, aplazando su elección para tiempos mejores. Corría y recorría con la mirada esas imágenes resurrec­tas de su mocedad, incapaz de frenar el pensamiento, a punto de escapar a su control.
Sonrió, condescendiente, como si pretendiera perdonarse aquella impenitente pusilanimidad. Ya no tiene remedio, pensó. Se le había desbocado el corazón. Los latidos, empujando la caja torácica, amenazaban con derramarse por el pecho y le ahogaban. Sintió miedo, un temor instintivo y helado, que le hizo reaccio­nar. Sopló una vez y otra, y aspiró lentamente, otras tantas, el aire mustio, hasta que, confortado, consiguió serenarse y aplacar el galope de su sangre, que ya empezaba a quemarle bajo la piel. Sus ojos, recobrado el dominio de la situación, volvieron a clavarse en aquellos muchachos, y la imagen de Olivia se dibujó en los cuerpos de todas las mujeres que por allí pasaban.
Ella, naturalmente, debía hallarse lejos, en la región remota adonde sólo accede el recuerdo. Quien a su lado, con sonrisa tristona, la minúscula mano le extendía, era apenas una chiquilla andrajosa, de cabellos revueltos y cara sucísima, surgida de una tropa de mendigos que por esos lugares montaba su espectáculo. La destemplada música del órgano electrónico rasgaba, a aquellas horas, la atmósfera del día. Un hombre de color indefinido permanecía impertérrito delante del instrumento, con la misma paciencia, resignada e indiferente, de quien en la cadena de montaje aguarda, simplemente, el fin de la jornada, la instantánea liberación de su esclavitud, Julio Romero de Torres pintó a la mujer morena, que bailaba, también imperturbable, mientras un mozalbete vigilaba las baterías, a bordo de un carrito de mano, las conexiones, el amplificador y otros portentos técnicos que hacían aún más patética su pobreza, más sórdida e innoble, más desesperanzada. Solamente una cabra, rala y escuálida, añadía calor a la escena. Olivia, en este trance, se hubiese enternecido. Extrajo del bolsillo unos céntimos y, con un ademán de despedida, los entregó a la criatura.
Fue entonces cuando, intentando la huida hacia otra dimensión, consultó su reloj. La lluvia, de momento, había amainado y el sol, entre las nubes, emitía destellos anaranjados que se estrellaban contra las paredes, produciendo en el aire un estremecimiento que vino a recordarle las estampas piadosas de su niñez, con los cielos desgarrados y una estridente luminosidad que se iba repartiendo, desigual, entre las distintas tonalidades del firmamento, hasta que al fin, en el epítome de la composición, irrumpía el icono sagrado, pavoroso y resplande­ciente, imaginado por el artífice en toda su terrible plenitud. Nunca hubiera creído, sin embargo, en la existencia de aquellos cielos, reputándolos fantasías manieristas, consecuencia sin duda de ebriedad o alucinación; por eso, cuando una buena tarde, caminando por la ensenada de levante, elevó la mirada, reconoció el prodigio y, por unos instantes, se sintió amedrentado, convencido de la inminencia del Juicio Final.
Y entonces, dejándose arrastrar por la inercia del segunde­ro, que en torno a sí giraba sin por ello dejar de avanzar, contempló la película de su vida, como dicen que la contemplan los moribundos, reparando en su soledad. Tantos años, pensaba, y había vivido solo, sin compartir apenas emociones, descubrimien­tos o ese tedio que se fue aposentando en su interior, ocluyendo cualquier esperanza. A quién podría, no obstante, interesar tamaños desatinos. El mundo, desde luego, seguiría su camino sin esos pensamientos, que a nadie aprovecharan, y otro tanto podría haber sucedido con los más influyentes: Newton, Fleming o Einstein fueron innecesarios, un lujo prescindible que la madre naturaleza jamás tomase en serio. El destino del Universo estaba decidido de antemano y el final será el mismo, con esos u otros actores -pensó-.
A su edad, no esperaba milagros. Tampoco creyó en ellos desde que descubriera la desoladora impotencia del creador. Aquel Dios de su infancia -estaba convencido- no hizo el mundo como quiso, sino como le fue saliendo, en beneficio de una fuerza desconocida que escapaba a los designios de ambos. Las criaturas, como los personajes de una novela, se irían liberando del plan inicial, no dejando al autor otra potestad sino decidir a su arbitrio el momento del fin. Le pareció, de pronto, escuchar los bramidos del padre prior: impío, blasfemo, hereje, es usted un ateo. El fanatismo suele defenderse atrincherándose tras los adjetivos, cochino capitalista, reaccionario, pequeñoburgués, asqueroso-revisionista y otras gracias que le espetaron cuando, en una asamblea, mostró su desacuerdo con la huelga y alguien le amenazó con la próxima purga, sin duda más voraz que el fuego eterno.
Ladeó la cabeza con disgusto y retornó los ojos al periódico, buscando una sorpresa que rompiera el aburrimiento y liberase el curso de los días de su desesperada uniformidad. El azar, desde luego -pensaba-, carece de imaginación, pues todas las catástrofes se parecen, como si, diseñadas por un mismo patrón, sólo tuvieran que reproducirse. Los milagros también, multiplicando hasta el tedio los modelos bíblicos, tal si el cielo, agotado, se plagiase. O eran las mismas mentes, idénticas fantasías, similares respuestas a una incógnita eterna e irresoluble. Qué podía esperarse de los periódicos. A pesar de sus máscaras, la muerte seguía siendo un arcángel feroz. Y por ello, quizás, el principio del orden un factor de equilibrio. No somos otra cosa que conservas en la enorme despensa de la muerte. Hoy me apetece un rey, pues me lo como; mañana una doncella o un guardia municipal, como las viejas danzas medieva­les, y así hasta devorar todo el planeta, la gran apoteosis, las lentejuelas galácticas, el delirio final. Las sienes le dolían. Mentalmente, repasó los consejos de su médico. A cierta edad, le dijo con sorna, no conviene leer ciertas noticias ni dejarse guiar por ciertos pensamientos. Durante muchos meses, desvió su atención hacía las revistas pornográficas, y acumuló en su casa montañas de papel en cueros vivos, carne al peso incapaz de entusiasmarle, que acabó por vender a un trapero por un precio simbólico. No era aquella su idea sobre el cuerpo. La piel es un lenguaje, una llamada urgente, una oferta incondicional. Pero eso era antes, y se miró las manos. Le costaba trabajo reconocerse en el pergamino macilento que azuleaban venas enormes, y comprendió que, irremediablemente, el edificio amenazaba ruina. Esto se acaba, reconoció con melancolía, y quiso componer la figura para la última escena, y, sin saber de dónde, fue creciendo una música familiar: Wagner, no cabe duda; y sonrió indulgente, reprochándose acaso su inclinación a la grandilocuencia, su natural histrionismo. Pero eso no contaba. Era la hora de la consumación y él, contra su costumbre, no estaba preparado. Un vientecillo raudo y desapaci­ble formaba remolinos entre los veladores. Parece que sea otoño, comentaron.
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© Domingo F. Faílde

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