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FRANCISCO LÓPEZ VILLAREJO es Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Sevilla, exprofesor de la UNED y, en la actualidad, profesor de Secundaria en Huelva. Crítico de cine y autor de varios libros sobre Crítica y Teoría Cinematográfica y Cine Español, Historia Contemporánea de Andalucía y otros trabajos sobre Historia y Cultura. Colaborador habitual de diversos diarios y revistas. Director del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva en 1.994, 1999, 2000 y 2001, ha desempeñado varios cargos relacionados con la actividad cultural. Es miembro asociado de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España, así como de otros Foros y Asociaciones de investigación e Historia. En la actualidad es crítico cinematográfico del diario El Mundo en su edición de Huelva.



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Pánico
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HACÍA ya dos años que había tenido lugar la GES (Gran Explosión Silenciosa). El dinero no significaba nada, ni siquiera poder, y la gente dejó de ir al trabajo: ¿para qué? En la calle, aunque todo parecía igual, todo era distinto: Además de la parálisis general y de una especie de tristeza intangible que lo invadía todo, siempre había un ligero tono anaranjado en el ambiente y, así fuera de día o de noche, el cielo se había convertido en una especie de tapa lechosa que amenazaba con desplomarse.
Triana, que siempre había sido friolera, pululaba por su propia casa –en realidad, la de sus padres desaparecidos- a una temperatura que no bajaba de los treinta grados centígrados. Y aunque no sabía nada de nadie desde hacía mucho tiempo, se sentía feliz. Todo el día recorría la casa desnuda y -se había dicho a sí misma-, si alguien llamara a su puerta, desnuda también iría a abrirla. Aunque esa era una posibilidad entre un millón: De hecho, no tenía noticias ni de sus padres ni de su último novio ni de su perro de aguas, tan cariñoso y mimado. Pero había algo de lo que no se sentía especialmente satisfecha y era de cierta escamosidad que había empezado a desarrollar desde hacía unos días y que manchaba de una tenue pringue verdosa las sábanas y los sillones, especialmente el grande, tapizado de suave piel blanca, que había frente al televisor en donde ella pasaba muchas horas. Quizás porque desde que tuvo lugar la GES, la pantalla permanecía tan solo con unas rayas blancas y negras horizontales que, frente a las verticales de antaño, que la sacaban de quicio, le infundían una tranquilidad opiácea.
Una mañana, tras librarse de sus detritus, la tediosa e inevitable diarrea que la mantenía en estado de descomposición permanente, al observarse meticulosamente ante el espejo como siempre hacía, vio que en la ceja izquierda, al lado del ojo, tenía como una especie de grieta cuadrada y geométricamente perfecta. Se inclinó y tocó el lugar. Cual no sería su sorpresa cuando se encontró entre los dedos con un pequeño cubo de carne, como de unos cinco milímetros de lado. Comprobó que, al desprenderse, había dejado un hueco en su cara de las mismas medidas. Tomó la pequeña pieza carnal y se la encajó cuidadosamente. Pareció quedar bien, así que no le dio más importancia.
Aquel día se preparó en el microondas un conejo de la forma en que lo hacía Dimas, el cocinero jefe de su casa cuando todo era normal: tras trincharlo y partirlo exactamente en trece trozos (las dos manos, los dos muslos, los contramuslos, la cabeza con su cuello más el tronco, dividido exactamente en seis partes -las más sabrosas-), los puso con manteca (tenía todavía casi treinta kilos), sal (ya escaseaba, tendría que pensar como conseguir más) y un bote de patatitas francesas precocidas (no había miedo de que se acabaran las putas patatas: tenía una partida completa, casi tres mil botes que no habían podido ser distribuidos a causa de la jodida GES) y las metió en el horno a doscientos sesenta grados exactamente. Tras treinta y cinco minutos (la pieza pesaría unos dos kilos) estaría lista para comer. Tiempo suficiente para preparar una rica ensalada de frutas y verduras y aliñarla con su mezcla preferida: cinco partes de zumo de naranja, tres de limón, cuatro de aceite, un golpe de sal, otro de jarabe de soja, uno de tabasco y algunas gotas de angostura.
Fue precisamente al incorporarse tras cerrar la tapa y poner tiempo y temperatura, cuando se disponía a coger las frutas de la nevera, que se dio cuenta de que tres o cuatro cubitos de carne se habían caído al suelo y otros dos estaban en el recipiente del conejo, dentro del horno. Con la mano en la sien izquierda para cortar el derrumbe, extrajo rápidamente los de la bandeja y recogió los otros. Frente al espejo del baño comprobó que, en efecto, eran suyos. En la misma zona se estaban abriendo varios espacios, tras la expulsión de esos cubitos. Era como si algún tipo de pegamento estuviera fallando y la estructura de su frente, bueno de la parte izquierda de su frente, se derrumbara poco a poco. Con sumo cuidado recompuso los que estaban a punto de caerse y metió los que había recogido del suelo y del horno, tras limpiarlos lo mejor posible. Todo pareció quedar bien, salvo quizás alguno de los del horno que se habían encogido ligeramente y que no presentaban la misma elasticidad: debió afectarlos el calor, aunque lo recibieron por poco tiempo. No obstante, y a la vista de ese extraño proceso, decidió liarse una corbata de su padre en la cabeza cuidando de que esa zona quedara especialmente protegida. Espero, se dijo, que así dejen de seguir cayéndose trozos de mi cara.
No hubo más novedades ese día. Tras comer tan rico como se había propuesto -la ensalada estaba magnífica-, acompañándose de un Arzuaga de 1994 que, contra todo pronóstico se había conservado maravillosamente en el almacén, a pesar de tener sus años, miró un rato las líneas del televisor y, casi durmiendo, se fue a la cama.
Se despertó con la extraña sensación de que estaba incompleta. Cuando se tocó la cara, observó que tenia un gran espacio vacío. De hecho no logró tocarse el ojo izquierdo y sí una especie de organizada deconstrución que casi la invadía. Como vio que, al moverse bruscamente, se le desprendían más cubitos, se desplazó con sumo cuidado y logró recoger de la cama los que había. El ojo estaba solitario bajo la almohada, casi al borde y a punto de caerse. Caminó hacia el cuarto de baño y puso sobre una bandeja todo el material. Frente al espejo, comenzó a reconstruirse. Era un trabajo delicado y lento, pero posible. Estuvo encajando pieza a pieza todos los elementos y, por fin, tras más de dos horas de esfuerzo, logró terminar y reconocerse. Aunque algo desencajado, hasta el ojo había logrado encontrar su sitio.
Buscó un viejo pasamontañas y se lo puso con cuidado. Sobre él se encasquetó un sombrero de panamá de su madre, al que había añadido unas cintas que ató bajo su barbilla. Todo parecía bien sujeto, pero procuraría moverse lo menos posible. Casi no comió y tan sólo tomó dos o tres copas de vino, sin fijarse siquiera en qué botella abría: había miles en los sótanos. Pasó el día trasteando por todas partes y algo incómoda por el sombrero y el pasamontañas que, además, le daba algo de calor; y cuando la noche comenzó a apagar el fosforescente anaranjado del día y como se sentía bastante angustiada, se metió muy temprano en la cama. Pero solo se quitó el sombrero: En caso de que persistiera la catástrofe, al menos el pasamontañas contendría los trozos, pensó.
Se despertó antes de las seis de la mañana casi ahogada. No podía respirar, pues la boca estaba repleta de cubitos de su propia cara que, sujetos por el pasamontañas, se habían quedando dentro, al no desperdigarse, y se habían ido metiendo por boca y nariz. Tocó y vio que el interior del gorro estaba repleto de trozos móviles, como si hubiera llenado una talega con tocino en juliana. Incorporándose muy despacio, se dobló hacia adelante y con gran lentitud llevó el pasamontañas lleno al cuarto de baño y sacó de boca y nariz los que había. Hoy más del doble que ayer y, por tanto, la tarea que debía emprender cuanto antes era complicada y tenaz. El puzzle había incrementado su dificultad extremadamente: ya tenía sólo medio cráneo y media cara. Por tanto, cientos de cubitos debían ser perfectamente clasificados y colocados en correcto orden, a fin de conseguir una reconstrucción aceptable y completa. Se puso manos a la obra tras ordenar las piezas como teselas de un enrevesado mosaico: aquí las de pómulos y frente, más allá las de los párpados y ojos, en este otro lugar las de los huesos del cráneo y de tejido con pelo, apartadas con mucho cuidado las correspondientes al cerebro...
Terminó tras nueve horas de intensa y paciente labor y, aún así, sobre el lavabo quedaron una docena piezas a las que no había podido encontrar ubicación. Como ya no se fiaba de lo que pudiera suceder, llevaba las manos sujetándose la cabeza y se movía con un cuidado exquisito. Aquella noche no se acostaría.
Pero fue inútil: quedó dormida en el sillón mientras miraba las rayas fijas del televisor. Cuando despertó, su cabeza colgaba a un lado y, al abrir los ojos, vio que en el suelo se había formado un gran montón de trocitos. Había cientos, quizás miles de piezas. La situación no sólo era ya caótica sino dramática. Y lo peor es que casi no veía, pues el ojo derecho se estaba empezando a cuartear y el izquierdo ya estaba fragmentado y perdido entre el resto de estructuras y tejidos. Aun así, se instaló ante el espejo del baño y, tras remediar en seguida el problema de los ojos, procedió a la recolocación de todo el sistema, después de haber clasificado las piezas como el día anterior.
En ello estaba cuando se dio cuenta de que cada vez tenía que hacer mayores esfuerzos para llegar al espejo. Era como si alguien lo estuviera subiendo lentamente. Aupada sobre las puntas de los pies, apenas podía verse. Así iba a ser imposible, se dijo. Iría al espejo del vestidor grande. Pero, al moverse, observó aterrorizada que desde las ingles hacia abajo se estaba produciendo una especie de mitosis al revés y que, fruto de esa cadena de rupturas, desencajes y expulsiones, se había formado un gran montón de cubos, esta vez en pegajoso y amarillento conjunto, que ocupaba el lugar en que antes estaban sus pies y sus piernas. De hecho, el desplazamiento no iba a ser posible pues sus extremidades estaban ya casi derretidas y los pies no existían. Con las manos llenas de cubos de su propia cara, contempló la catástrofe de su cuerpo evanescente. Al menos, que no sea en el cuarto de baño donde termine de fragmentarme, pensó. Y con gran esfuerzo, sin hacer ya caso a los pequeños trozos de cara y cráneo, que iban desparramándose por el pasillo, abandonando los últimos que saltaban de sus caderas con fuerza y un ligero chasquido, consiguió llegar a la cama gracias a su voluntad y a los codos, con los que se arrastró. Se subió, pese a todo, y, mientras tuvo ojos, fue observando con gran interés la transformación que experimentaba, el proceso de su propio derretimiento y fragmentación, ya imparables y simultáneos, mientras un profundo, ciego y arrebatador pánico la invadía.
Mientras, instintivamente, tapaba su peludo sexo con ambas manos, lanzó una última mirada hacia el gran retrato que de sí misma tenía sobre la cómoda del fondo. Era la imagen una mujer hermosa, bellísima y joven: ella. A la vez que una profunda nostalgia, la invadió cierta resignada y absurda alegría. Era el pánico, el estadio superior del miedo, muy por encima del terror incluso. A su lado, muchos de los trocitos de carne desaparecían bajo el descompuesto magma en que se estaba transformando su cuerpo. Otros, como aterrorizados, corrían por la sábana y por el suelo, escarabajitos perfectamente cúbicos y rosados, con vocación de, a pesar de todo, continuar vivos.
Mientras Triana ni gritar podía ya, en el enorme salón, Topor, Jodorowsky y Arrabal, invitados protagonistas de la fiesta que daba el rico anfitrión, terminaban de escribir su manifiesto pánico, a la vez que daban buena cuenta de los mejores vinos y añadas. Corrían los felices sesenta y la GES, que no había tenido lugar todavía, estaba a punto de ser concebida. Triana, tan joven, hermosa y deseable como siempre, alejada por su padre de tan procaces y peligrosos invitados, dormía placidamente en su cama. A la habitación donde estaba casi no llegaban las risas ni las voces. Tampoco la música. Al lado, un perro de aguas dormitaba sobre la alfombra y en el tupido silencio de ese lado de la casa sólo se dejaba oír el murmullo angustiado de la hermosa joven que, sudando, luchaba desesperada contra alguna terrible pesadilla.
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© Francisco López Villarejo

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