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DOMINGO F. FAÍLDE (Linares, Jaén, 1948). Licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Granada y profesor emérito de Literatura, ha publicado como poeta Náufrago de la lluvia (1995), Manual de afligidos (1995), La noche calcinada (1996), Conjunto vacío (1999), Elogio de las tinieblas (1999), El resplandor sombrío (2005), Las sábanas del mar (2005), La sombra del celindo (2006), Región de los hielos perpetuos (2007) y otros libros. Sus escasas incursiones en la narrativa se reducen a varios relatos, recogidos en cuadernos y revistas, y a dos pequeños volúmenes: Flor de Lis (1992), reconocido con el premio Ciudad de Algeciras, y El cubil de Medusa (2004), que obtuvo el Victoria Kent.

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El velador

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DESDE que, a los cuarenta, sus excesos le hubieran conducido a la molicie de la incapacidad, solía levantarse con prontitud, asombrándose él mismo de tan inusitada diligencia, que ni en sus años mozos mantuvo sino a la fuerza y por cortos periodos de tiempo similar disciplina, entonces reputada heroicidad. Al principio, dejaba que el reloj desgranase su cuerda, recreándose en el hilillo final en que el sonido parecía disolverse, tenue y cansino como la alborada, e iba así, poco a poco, desperezándo­se, hasta sacar las piernas de la cama, con el solemne aplomo de quien oficia un rito. Después, sin embargo, tras el paso del tiempo y la presión del hastío, fue omitiendo los gestos iniciales y, sin saber la causa o por ella quizás, aunque desconocida se le antojara, fue madrugando más, perdido el sueño y empujado por una sensación de angustia que le metía en el cuerpo una molesta desazón, un miedo blando y sórdido, como si, en un momento, la suma de los peligros a punto estuviera de materializarse.
Salía cuando la noche, en sus extremos más desapacibles, iba palideciendo hasta encenderse en el horizonte la raya del alba, y el clarecer del sol, aún remoto, le sorprendía en los aledaños del muelle.
Dejaba ir los minutos, sin importarle el tiempo que apremiaba a su alrededor, espoleando el tráfago ciudadano, la carrera desenfrenada de cientos de vehículos, perdiéndose en la colmena del amanecer. Aquellas incursiones matutinas le devolvían el mundo que, un día, se le escapó. A esas horas, el puerto se diría muestrario de un viajante que pretendiera vender el planeta, pues no había luz, color, aroma, lengua, música o circunstancia que no le recordase otros lugares e incluso otras épocas, reproduciendo páginas de la infancia, grabados ancestra­les y, en especial, películas, las rancias películas de aventuras que fueron golosina adolescente y motor de sus sueños más absurdos y lisonjeros.
Así le sorprendía la mañana, deambulando entre la multitud, mientras trataba en vano de regresar un rostro a su memoria, un indicio, un milagro, en aquel hormiguero de cuerpos anónimos, indiferentes bajo la llovizna.
De pronto, percibió que ya era otoño. Fue, tal vez, un perfume, la textura del aire húmedo o uno de esos trallazos de la luz que devuelven jirones de la niñez, pequeños e inquietantes pecios de momentos perdidos sépase en que rincón del recuerdo y que, en una fracción de segundo, se revelan con portentosa intensidad, reclamando su plaza junto al álbum de fotos.
Le había sorprendido el equinoccio, y él ni siquiera recordaba la fecha. Porque, a veces, la aritmética de los sentidos camina por su lado, y los complejos cálculos astronómi­cos por el suyo; éstos, en todo caso, apenas le preocupaban, ajeno tal vivía al calendario, sin otra agenda que su apetito.
La estación sobrevino en un instante. Sorteando corrillos o evitando los charcos que, casi por sorpresa, se fueron formando, giró hacia el sur la vista y admiró el mar violeta bajo un cielo que, gris, se iba degradando en pequeñas gualdrapas, hasta aflorar el verde indefinido que la lluvia encendía. Trató de escudriñar en su memoria, pero no logró ver con nitidez las gastadas imágenes que la edad volvió febles. La vida, pensaba, va borrando sus huellas, mientras prepara el crimen perfecto.
Del archivo de sus neuronas extrajo, sin acaso pretenderlo, una antigua obsesión, una de esas escenas, casi de cine negro, que llegan de improviso y se instalan en el cajón de las pesadillas. Años atrás, muy joven todavía, paseaba sin rumbo por la gran avenida de palmeras que daba acceso al puerto, cuando un par de automóviles, resbalando por la calzada, a punto estuvieron de llevárselo por delante. Pero lo sorprendente sobrevino después: Del primero de los vehículos, empotrado contra un escaparate, descendió un hombrecillo de aspecto indefenso, frente cetrina, cabello gris, rostro enjuto y bañado de sangre, balbuciendo palabras en su idioma extranjero, en tanto del segundo, incrustado en el maletero del anterior, surgieron cuatro tipos impenetrables que, extrayendo un arma de sus gabardinas, comenzaron a disparar sobre el desventurado, hasta dejarlo flotando sobre un océano carmín, sin que nunca llegara a saberse quién era la víctima ni quiénes sus asesinos ni la causa de aquel suceso que nunca nadie se atrevió a mencionar. La mollizna desdibujó, por último, la evidencia que, durante unos días, manchó los adoquines de la calle.
Dominado por el desasosiego y la absurda certeza de que algo irreparable se forjaba a su alrededor, retiró la mirada del horizonte, atraído por la presencia de un barco enorme que atracaba, orgulloso, en el muelle cercano. Siempre le fascinaron aquellas maniobras, el ir y venir de los hombres por las abigarradas cubiertas, en medio del vocerío indescifrable de los contramaestres. Permanecía parado. Esperaba quizá que, por la escala, aflorase a la luz el misterio de aquel trozo de mundo, tal aguardando de ello su salvación, y aderezó los pasos hacia el exterior del recinto, acusando el cansancio y la lluvia.
En trances similares, lo que ocurría a diario en los últimos meses, acudía a los vecinos soportales, sacudiéndose allí los olores del puerto y, sobre todo, el frío, la humedad de la brisa o el agua que empapaba su chaquetón azul. A recaudo del ruido y la inclemencia, buscó su velador. No supo definir las sensaciones que el lugar despertaba en sus fibras sensibles, consciente sin embargo de ser arrebatado hacia otros mundos, espacios vagamente localizables, salvo en el celuloide de rancias películas que nadie veía, tal vez Oriente Próximo, el Egipto de Lawrence de Arabia o cualquier recoveco del Bazar de Istambul. En la misma terraza, hace ahora veinte años, había conocido a la hermosa Olivia. Él era un profesor algo más que maduro, y ella el último buque hacia la primavera.
Recordaba aún la fecha, la mañana preñada de vapor e, idéntica, la lluvia omnipresente. Miró en torno al sentarse. La ciudad, tras de sí, como muerta; solamente la zona portuaria -apagado el trajín de las primeras horas- parecía emerger de la niebla. Recorrió con sus ojos, una a una, las mesas, en las que, soñolientos y mudos, varios grupos de árabes viajaban en el humo de su café con leche, buscando la otra orilla. O la marinería, hombres de edad madura, ropas a medio uso, habitantes malditos de un alba despoblada que olía a tabaco fuerte y sudor.
El lugar, pese las apariencias, no se antojara sórdido. Una atmósfera de complicidad se cernía alrededor, ennobleciéndolo. Nadie, pues, se extrañó, acaso habituados a lo inverosímil, cuando extrajo de su chaleco la vieja Duofold lacada y comenzó a escribir en una libreta algo que se tuviera por testamento, sin reparar en el indolente trasiego de las busconas que hacen la corte por aquellos pagos. Nadie, en efecto, iba a tomarse la molestia de interrumpirlo, y menos todavía las del tercio de daifas, acostumbradas a calcular la bolsa de sus víctimas, no pasándoles desapercibida la nada tentadora austeridad del iluso, más atento a su aburridísimo menester que a los guiños obscenos de las muchachas.
Algo, en fin, barruntó, que acabó preguntándose el motivo de su presencia allí, rodeado de eructos y ron barato, jugando con las palabras y ofreciendo una tregua a la fatiga. Se preguntó si, a veces, nuestra inestable naturaleza no bromea con nosotros, que levantamos templos a la ternura y luego nos dejamos cautivar por la firmeza, el orden, los añejos valores de toda la vida, y maldecimos el sueño de aquella noche de verano a la que, así nos pese, seguiremos llamando juventud.
Y acabó preguntándose qué habrá sido de ella. Sin duda, envejeció. Ya no tendrían sus manos la tersura que tanto le gustaba, y evitó imaginarse su rostro (por respeto, pensó). Le complacía el recuerdo, sin embargo, quizá porque a su lado creyó recuperar los más fuertes estímulos, la inquietud de otro tiempo y, sobre todo, el miedo a fracasar; se sentía inseguro, y encontraba en la angustia un acicate o una provocación, aun cuando, por entonces, un temor lancinante le asaltaba, el súbito descubrimiento de una tristísima realidad: el sexo comenzaba a aburrirle. Los cuerpos son iguales, llegó a pensar, y no hay piel más suave sobre la tierra que la de mi sillón. ¡Dadme un pañuelo rojo para mi lanza...!, exclamó mentalmente. Pero ya había acabado el torneo, y él, tendido en la arena, contemplaba el reguero de sangre que manaba de su costado. Los dioses -anotó en su cuaderno- se alimentan de nuestra ruina.
Mas para fantasías no andaba el siglo. El joven vendedor de periódicos se detuvo a su lado, esgrimiendo su infierno de papel. Con fingida indiferencia, examinó los grandes titulares, la catástrofe cotidiana que ya a nadie asombraba. No debía saber aquel muchacho cuánta sangre y dolor le brindaban sustento, que en su rostro advirtió el estigma de la crueldad. Quiso salir corriendo y calarse el arnés, echarse a los caminos -bien se sabe- a desfacer entuertos, acorrer doncellas, poner luz y concierto en este mundo de imbéciles.
Adquirió un ejemplar. En los últimos años no leía la prensa. El curso de la historia ya no le interesaba. Tuvo su tiempo, él. Su juventud, su vida, truncó por los sagrados ideales que abrazó en la Universidad. Después vinieron ellos, unos cuantos mocitos imberbes que todo se lo encontraron hecho y que se divertían destruyendo los altos principios, las conquistas irrenunciables, los propios fundamentos de la convivencia y el bienestar. No quería enterarse. Él no podía evitarlo, y una furia impotente se le aferraba al cuello, haciéndole enrojecer. Tal vez por ello, el médico le aconsejó otras lecturas, sin duda más amables y asépticas. Qué le importaba el mundo. No tardaría en morir, al fin y al cabo; lo que luego viniese, qué más daba. Aquellos rotativos provincianos, no obstante, suscitaban en él un blando sentimiento de ternura, rayana en la piedad, al ver en sus columnas reflejado el mediocre discurso de su existencia y los tenues destellos con que, a veces, se orna la oscuridad. Artículos, reseñas, comentarios, dejando traslucir las frustra­ciones, la insondable tristeza del autor. También él deseara afrontar las cuestiones capitales, los sublimes conceptos que sustentan la civilización, pero hubo de conformarse con la modesta crónica, divagando sobre sucesos intrascendentes, rencillas locales, cotilleos insulsos, sin exceder las lindes de un lenguaje trivial, revestido -como mucho- con algún arcaísmo para la galería.
Él había asistido a la caída de todos los sueños. La cárcel fuera acaso lo de menos, sino que, derramándose en cada apuesta, terminó por dilapidarse a sí mismo, contemplando con estupor el medro de los traidores, la apoteosis de la ruindad. Ya no entendía a este mundo, y otro tal vez no hubiera, ni falta que le hacía, pues estaba convencido de que tampoco fuese mejor. A Olivia se lo dijo, mientras tomaban el sol en un roquedo próximo: nuestro mundo se hunde, ¿te das cuenta?, y con él nuestra propia generación; todos, sin más, esperan que nos vayamos muriendo, y si tardamos mucho nos matarán.
Torturado por esta certeza, presentida desde hacía tiempo, se aferraba al placer, aun sabiendo que ya no era posible el retroceso. ¿Te das cuenta? ¿No notas, día a día, cómo se escapan las fuerzas de tu ser, cómo se embota la agudeza de tus sentidos, cómo la hermosura se desvanece? Deseaba embriagarse de vino o lujuria, pero la mente sólo le destilaba hielo y esa pálida luz que iluminaba su realidad le iba precipitando, de modo inexora­ble, en el caos.
Pero, aquella mañana, después de su periplo por los muelles, se sentía especialmente fatigado. Intentaba leer, pero, al tercer renglón, su pensamiento huía hacia otra parte y la vista vagaba por los alrededores. Jóvenes marineros, recién desembarcados, exhibían la perfección de sus fábricas, mostrando su vigor con insolencia. El mundo para ellos no era tal vez real, sino una sucesión de posibilidades casi infinita, de modo que bastaba con mirar y elegir, si no fuese difícil la decisión, más allá de los gestos triviales que la propaganda política solía simplificar: introduzca una moneda en la ranura, pulse A si B, B si C, y así sucesivamente, garantizamos la felicidad, el placer, la victoria. Él también tuvo que decidirse, un día, y prefirió quedarse con las vanas promesas de la vida, aplazando su elección para tiempos mejores. Corría y recorría con la mirada esas imágenes resurrec­tas de su mocedad, incapaz de frenar el pensamiento, a punto de escapar a su control.
Sonrió, condescendiente, como si pretendiera perdonarse aquella impenitente pusilanimidad. Ya no tiene remedio, pensó. Se le había desbocado el corazón. Los latidos, empujando la caja torácica, amenazaban con derramarse por el pecho y le ahogaban. Sintió miedo, un temor instintivo y helado, que le hizo reaccio­nar. Sopló una vez y otra, y aspiró lentamente, otras tantas, el aire mustio, hasta que, confortado, consiguió serenarse y aplacar el galope de su sangre, que ya empezaba a quemarle bajo la piel. Sus ojos, recobrado el dominio de la situación, volvieron a clavarse en aquellos muchachos, y la imagen de Olivia se dibujó en los cuerpos de todas las mujeres que por allí pasaban.
Ella, naturalmente, debía hallarse lejos, en la región remota adonde sólo accede el recuerdo. Quien a su lado, con sonrisa tristona, la minúscula mano le extendía, era apenas una chiquilla andrajosa, de cabellos revueltos y cara sucísima, surgida de una tropa de mendigos que por esos lugares montaba su espectáculo. La destemplada música del órgano electrónico rasgaba, a aquellas horas, la atmósfera del día. Un hombre de color indefinido permanecía impertérrito delante del instrumento, con la misma paciencia, resignada e indiferente, de quien en la cadena de montaje aguarda, simplemente, el fin de la jornada, la instantánea liberación de su esclavitud, Julio Romero de Torres pintó a la mujer morena, que bailaba, también imperturbable, mientras un mozalbete vigilaba las baterías, a bordo de un carrito de mano, las conexiones, el amplificador y otros portentos técnicos que hacían aún más patética su pobreza, más sórdida e innoble, más desesperanzada. Solamente una cabra, rala y escuálida, añadía calor a la escena. Olivia, en este trance, se hubiese enternecido. Extrajo del bolsillo unos céntimos y, con un ademán de despedida, los entregó a la criatura.
Fue entonces cuando, intentando la huida hacia otra dimensión, consultó su reloj. La lluvia, de momento, había amainado y el sol, entre las nubes, emitía destellos anaranjados que se estrellaban contra las paredes, produciendo en el aire un estremecimiento que vino a recordarle las estampas piadosas de su niñez, con los cielos desgarrados y una estridente luminosidad que se iba repartiendo, desigual, entre las distintas tonalidades del firmamento, hasta que al fin, en el epítome de la composición, irrumpía el icono sagrado, pavoroso y resplande­ciente, imaginado por el artífice en toda su terrible plenitud. Nunca hubiera creído, sin embargo, en la existencia de aquellos cielos, reputándolos fantasías manieristas, consecuencia sin duda de ebriedad o alucinación; por eso, cuando una buena tarde, caminando por la ensenada de levante, elevó la mirada, reconoció el prodigio y, por unos instantes, se sintió amedrentado, convencido de la inminencia del Juicio Final.
Y entonces, dejándose arrastrar por la inercia del segunde­ro, que en torno a sí giraba sin por ello dejar de avanzar, contempló la película de su vida, como dicen que la contemplan los moribundos, reparando en su soledad. Tantos años, pensaba, y había vivido solo, sin compartir apenas emociones, descubrimien­tos o ese tedio que se fue aposentando en su interior, ocluyendo cualquier esperanza. A quién podría, no obstante, interesar tamaños desatinos. El mundo, desde luego, seguiría su camino sin esos pensamientos, que a nadie aprovecharan, y otro tanto podría haber sucedido con los más influyentes: Newton, Fleming o Einstein fueron innecesarios, un lujo prescindible que la madre naturaleza jamás tomase en serio. El destino del Universo estaba decidido de antemano y el final será el mismo, con esos u otros actores -pensó-.
A su edad, no esperaba milagros. Tampoco creyó en ellos desde que descubriera la desoladora impotencia del creador. Aquel Dios de su infancia -estaba convencido- no hizo el mundo como quiso, sino como le fue saliendo, en beneficio de una fuerza desconocida que escapaba a los designios de ambos. Las criaturas, como los personajes de una novela, se irían liberando del plan inicial, no dejando al autor otra potestad sino decidir a su arbitrio el momento del fin. Le pareció, de pronto, escuchar los bramidos del padre prior: impío, blasfemo, hereje, es usted un ateo. El fanatismo suele defenderse atrincherándose tras los adjetivos, cochino capitalista, reaccionario, pequeñoburgués, asqueroso-revisionista y otras gracias que le espetaron cuando, en una asamblea, mostró su desacuerdo con la huelga y alguien le amenazó con la próxima purga, sin duda más voraz que el fuego eterno.
Ladeó la cabeza con disgusto y retornó los ojos al periódico, buscando una sorpresa que rompiera el aburrimiento y liberase el curso de los días de su desesperada uniformidad. El azar, desde luego -pensaba-, carece de imaginación, pues todas las catástrofes se parecen, como si, diseñadas por un mismo patrón, sólo tuvieran que reproducirse. Los milagros también, multiplicando hasta el tedio los modelos bíblicos, tal si el cielo, agotado, se plagiase. O eran las mismas mentes, idénticas fantasías, similares respuestas a una incógnita eterna e irresoluble. Qué podía esperarse de los periódicos. A pesar de sus máscaras, la muerte seguía siendo un arcángel feroz. Y por ello, quizás, el principio del orden un factor de equilibrio. No somos otra cosa que conservas en la enorme despensa de la muerte. Hoy me apetece un rey, pues me lo como; mañana una doncella o un guardia municipal, como las viejas danzas medieva­les, y así hasta devorar todo el planeta, la gran apoteosis, las lentejuelas galácticas, el delirio final. Las sienes le dolían. Mentalmente, repasó los consejos de su médico. A cierta edad, le dijo con sorna, no conviene leer ciertas noticias ni dejarse guiar por ciertos pensamientos. Durante muchos meses, desvió su atención hacía las revistas pornográficas, y acumuló en su casa montañas de papel en cueros vivos, carne al peso incapaz de entusiasmarle, que acabó por vender a un trapero por un precio simbólico. No era aquella su idea sobre el cuerpo. La piel es un lenguaje, una llamada urgente, una oferta incondicional. Pero eso era antes, y se miró las manos. Le costaba trabajo reconocerse en el pergamino macilento que azuleaban venas enormes, y comprendió que, irremediablemente, el edificio amenazaba ruina. Esto se acaba, reconoció con melancolía, y quiso componer la figura para la última escena, y, sin saber de dónde, fue creciendo una música familiar: Wagner, no cabe duda; y sonrió indulgente, reprochándose acaso su inclinación a la grandilocuencia, su natural histrionismo. Pero eso no contaba. Era la hora de la consumación y él, contra su costumbre, no estaba preparado. Un vientecillo raudo y desapaci­ble formaba remolinos entre los veladores. Parece que sea otoño, comentaron.
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© Domingo F. Faílde

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